Las montañas, madres fértiles de encastrados valles, los mecían entre el verdor sobrepuesto a un austero clima estival.
Las prominentes cordilleras acunaban lagos de aguas parsimoniosas color turquesa, donde especies autóctonas de la zona desplegaban su vivo encanto sobre sus anegadas riberas lodosas. Sumergían sus picos y hocicos eludiendo el sofoco de un sol ardiente y blanquecino, que en ofrenda a su omnipresencia se retrataba sobre los gozosos arroyos.
Los cauces, remolcadores de sedimentos subacuaticos, descendían a medio caudal añorantes del homogéneo momento del fin de su erosionante carrera que, desde siempre había llenado de vida su surcado recorrido abasteciente. Algo mermados por la estación, seguían ofrendando a los allí presentes de sus peculiares y dulces sonatas revitalizantes de oídos tristes.
A sus paredes colindantes, se alzaban entre lúcida vehemencia, un sin fin de árboles y arbustos de gran exuberancia, verdaderas máquinas oxigenadoras de pulmones que, aun sometidas a su inmovilidad, se erguían emergentes hacia el cenit azulado descaradamente discutido con las nubes.
…Y el fósforo candente planeó lentamente antes de morder el suelo. Las hojas secas, estáticas en él, de inmediato notaron su hostil presencia. Las más cercanas pasaron de hojas a lumbre formando así una sucesiva cadena de corre fuego que iba ganando terreno impulsada por la sequedad y la calidez de aquel bochornoso día de verano.
Las llamas escalaban los árboles y apresaban arbustos poniendo a prueba la supervivencia de toda especie residente en el bosque. El fuego tomó las copas más elevadas regocijándose aun más de su inmenso poder destructivo.
Las prominentes cordilleras acunaban lagos de aguas parsimoniosas color turquesa, donde especies autóctonas de la zona desplegaban su vivo encanto sobre sus anegadas riberas lodosas. Sumergían sus picos y hocicos eludiendo el sofoco de un sol ardiente y blanquecino, que en ofrenda a su omnipresencia se retrataba sobre los gozosos arroyos.
Los cauces, remolcadores de sedimentos subacuaticos, descendían a medio caudal añorantes del homogéneo momento del fin de su erosionante carrera que, desde siempre había llenado de vida su surcado recorrido abasteciente. Algo mermados por la estación, seguían ofrendando a los allí presentes de sus peculiares y dulces sonatas revitalizantes de oídos tristes.
A sus paredes colindantes, se alzaban entre lúcida vehemencia, un sin fin de árboles y arbustos de gran exuberancia, verdaderas máquinas oxigenadoras de pulmones que, aun sometidas a su inmovilidad, se erguían emergentes hacia el cenit azulado descaradamente discutido con las nubes.
…Y el fósforo candente planeó lentamente antes de morder el suelo. Las hojas secas, estáticas en él, de inmediato notaron su hostil presencia. Las más cercanas pasaron de hojas a lumbre formando así una sucesiva cadena de corre fuego que iba ganando terreno impulsada por la sequedad y la calidez de aquel bochornoso día de verano.
Las llamas escalaban los árboles y apresaban arbustos poniendo a prueba la supervivencia de toda especie residente en el bosque. El fuego tomó las copas más elevadas regocijándose aun más de su inmenso poder destructivo.
El bosque quedó bajo el mandato vil del fuego, el siniestro progresaba sin escrúpulos ante la mirada impotente de monos, ardillas y demás animales que presentían el fin de su placentera vida en aquellos boscajes. Sus pulmones empezaban irremediablemente a inhalar densos espectros humeantes que crecían considerablemente, aunque no era impedimento para que hasta el último suspiro no intentaran por todos los medios escudar a sus crías y perecientes retoños ya fenecidos.
El plumaje de las aves se evaporaba bajo el calor feroz de las altas temperaturas y los bronquios de la vida se anegaban por el humazo de tan poderosa combustión.
Fuego y llamas conquistaron cordilleras, llanuras, valles y montañas. Diez días de devastación que nubes veraniegas no opusieron resistencia hasta el último día. Doscientas mil hectáreas chirriantes y miles de mamíferos, aves e insectos morantes de aquel edén terrenal perdieron la batalla ante las colosas brasas de la quema intencionada del hombre incompleto.El aire quedó calcinado.
El paraje desolador mostraba los síntomas de un campo de batalla plagado de muerte, inerte en su totalidad. Las cortezas marrones, surcadas interiormente por insectos creadores de particulares laberintos, no eran más que carbón oscuro desquebrantado, las copas de los árboles se avergonzaban por su tenebrosa desnudez, y la nula supervivencia de los charlatanes animales convertía el lugar en una función trágicamente lúgubre. Los arroyos seguían tocando pero con otra cara, la figura del sol se reflejaba, aunque turbiamente pues las turquesas aguas se habían tintado de un color grisáceo oscuro.
Toda aquella exhuberancia, ya perteneciente a antaño, yacía oscura y apagada entre los débiles restos de humo inofensivo que contaban por minutos su corta existencia.
Cientos de años sucumbieron en diez días, mas bien en diez segundos o mejor diríamos, en un solo acto de un ser incompleto, pero la tierra, lejos de darse por vencida o cabizbaja ante la corriente desesperanza, seguirá poblando las tierras con su preciosa divinidad bajo el amparo de su reflejado vecino que tanto ama al arroyo, claro manifiesto indiscutible entre la perfección y la imperfección.
El plumaje de las aves se evaporaba bajo el calor feroz de las altas temperaturas y los bronquios de la vida se anegaban por el humazo de tan poderosa combustión.
Fuego y llamas conquistaron cordilleras, llanuras, valles y montañas. Diez días de devastación que nubes veraniegas no opusieron resistencia hasta el último día. Doscientas mil hectáreas chirriantes y miles de mamíferos, aves e insectos morantes de aquel edén terrenal perdieron la batalla ante las colosas brasas de la quema intencionada del hombre incompleto.El aire quedó calcinado.
El paraje desolador mostraba los síntomas de un campo de batalla plagado de muerte, inerte en su totalidad. Las cortezas marrones, surcadas interiormente por insectos creadores de particulares laberintos, no eran más que carbón oscuro desquebrantado, las copas de los árboles se avergonzaban por su tenebrosa desnudez, y la nula supervivencia de los charlatanes animales convertía el lugar en una función trágicamente lúgubre. Los arroyos seguían tocando pero con otra cara, la figura del sol se reflejaba, aunque turbiamente pues las turquesas aguas se habían tintado de un color grisáceo oscuro.
Toda aquella exhuberancia, ya perteneciente a antaño, yacía oscura y apagada entre los débiles restos de humo inofensivo que contaban por minutos su corta existencia.
Cientos de años sucumbieron en diez días, mas bien en diez segundos o mejor diríamos, en un solo acto de un ser incompleto, pero la tierra, lejos de darse por vencida o cabizbaja ante la corriente desesperanza, seguirá poblando las tierras con su preciosa divinidad bajo el amparo de su reflejado vecino que tanto ama al arroyo, claro manifiesto indiscutible entre la perfección y la imperfección.
Nota del autor: Seamos conscientes y responsables. Fotos 1-2-3-4
-Sitjar-
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