Poco pasada la adolescencia, el individuo como ser humano, entra en un proceso de lamentación cada vez más notable ante la nostálgica pérdida de su infancia. Quizás, muchos de esos lamentos plañideros, se amparan en que, muchas de las obligaciones que tenemos de adultos, en la infancia, brillan por su ausencia. Por otro lado, en nuestra niñez, nos sentimos más libres, más receptivos a sensaciones de felicidad y alegría valiéndonos de las más insignificantes simplicidades. Normalmente esos factores nos hacen caer en la melancolía de tiempos remotos.
Recuerdo mi infancia, todas esas circunstancias. Recuerdo pasarlo bien escondiéndome debajo de la cama en aras de no ser descubierto por mis amigos. Recuerdo jugar con delirio en la calle con un balón de fútbol de 100 pesetas completamente despellejado, casi sin un ápice de cuero. Recuerdo dar cientos de vueltas a la manzana de mi casa con mi vieja bicicleta semi-oxidada sintiendo en mi cara el aire de la urbe de una manera tan especial como carente hoy en día.
Las percepciones eran diferentes. ¡Cárgame de bienes!, no recuperaré nunca el singular y maravilloso percibir de la primera etapa de mí ser en este ciclo imparable. Lo sé con suma certeza, como la mayoría de adultos y/o ancianos.
Pero la carencia de obligaciones y la diferente perceptividad de las sensaciones no han sido para mí el único punto favorable de mi carga nostálgica cuando, el recuerdo, me confiesa el concepto que tenía en aquel entonces de la humanidad; un concepto liviano y probablemente de admiración y respeto hacia el ser adulto. Supongo que concebido por la inconciencia y el desconocimiento. En mi caso, observaba a mis congéneres adultos con un inquebrantable sentimiento de confianza, la madurez venía precedida de la responsabilidad. El mundo funcionaba a la perfección, todo cuadraba moral y socialmente, en aquel entonces todo estaba en orden salvo cuatro cosas de las que era normalmente ajeno.
Recuerdo mi infancia, todas esas circunstancias. Recuerdo pasarlo bien escondiéndome debajo de la cama en aras de no ser descubierto por mis amigos. Recuerdo jugar con delirio en la calle con un balón de fútbol de 100 pesetas completamente despellejado, casi sin un ápice de cuero. Recuerdo dar cientos de vueltas a la manzana de mi casa con mi vieja bicicleta semi-oxidada sintiendo en mi cara el aire de la urbe de una manera tan especial como carente hoy en día.
Las percepciones eran diferentes. ¡Cárgame de bienes!, no recuperaré nunca el singular y maravilloso percibir de la primera etapa de mí ser en este ciclo imparable. Lo sé con suma certeza, como la mayoría de adultos y/o ancianos.
Pero la carencia de obligaciones y la diferente perceptividad de las sensaciones no han sido para mí el único punto favorable de mi carga nostálgica cuando, el recuerdo, me confiesa el concepto que tenía en aquel entonces de la humanidad; un concepto liviano y probablemente de admiración y respeto hacia el ser adulto. Supongo que concebido por la inconciencia y el desconocimiento. En mi caso, observaba a mis congéneres adultos con un inquebrantable sentimiento de confianza, la madurez venía precedida de la responsabilidad. El mundo funcionaba a la perfección, todo cuadraba moral y socialmente, en aquel entonces todo estaba en orden salvo cuatro cosas de las que era normalmente ajeno.
Ese era el bien más preciado de mi infancia. Mi confianza hacia la humanidad, en la sensibilidad del individuo en la toma de decisiones, en el buen hacer, en la responsabilidad lejos de los intereses de cada uno. En cualquier caso, la maldad transitaba por las calles pero no en despachos ni en sociedades. Pero el inevitable paso de las estaciones hace que la longevidad avance y desmorone cual tsunami tu castillo de naipes imaginario, el cual observaba mágicamente como la más grande de las infraestructuras.
Perdí mi mayor tesoro ¿es actualmente recuperable?.
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