Ya había oscurecido aquella tarde invernal. Llovía intermitentemente y el frío se adueñaba de cualquier ser osado que, haciendo alarde de su valentía, se expusiera al húmedo y escarchante clima de los exteriores de cualquier hogar, recinto u habitáculo.
Aquella tarde de frío glacial y repentinas lluvias habían frustrado el plan de dos jóvenes: Álvaro y José. Totalmente vestidos de corto veían irritados como de nuevo la opción de jugar uno de esos partidos de fútbol que tanto les apasiona se desvanecía.
- José, ¿qué hacemos? ¿nos vamos ya a casa?
-Pues me es indiferente, ¿quieres que demos una vuelta por aquí cerca?
- Perfecto, aunque sea sin salir del coche, párate en algún parking cercano y enciendo esto.
José estacionó en un parking cercano de uno de los centros comerciales más grandes de la ciudad. Apenas concurría gente a aquellas horas aunque aun quedaban numerosos coches aparcados.
- ¡Tío, no te pares tan alejado de los demás coches, es un cantazo!
- ¡Que va, no pasa nada, tu fúmatelo tranquilo que por aquí no pasa la policía!.
La chipa de la piedra de su mechero produjo la combustión necesaria para encender la lumbre que iluminaría el habitáculo del vehículo.
- ¡¡Madre del amor hermoso!! Como huele esa marihuana compañero… -exclamó José desde el asiento del conductor-. Mira que odio fumar pero debo reconocer que huele demasiado bien.
- Sí, la verdad es que no está nada mal, si no todo lo contrario.
No había pasado Álvaro de las dos caladas cuando, a unos 15 metros se para a nuestra misma altura en batería un Ford fiesta gris. En el interior dos jóvenes de entre 28 y 32 años aproximadamente. Pasados cinco minutos… Álvaro tenía una placa de policía nacional en la ventanilla.
- Por favor, sea tan amable de bajar del vehículo –exclamó el policía desprovisto de uniforme-. Tire lo que se está fumando, píselo y entrégueme su documento nacional de identidad, del mismo modo deberá proceder su compañero.
- (La madre que lo parió...) Sí, por supuesto –suspiró Álvaro-.
- Muy bien, ahora si lleva algo más démelo.
Álvaro, sin titubear entregó el arma homicida: unos treinta euros de cannabis. Mientras, uno de los dos policías tomaba los datos de los dos implicados.
- ¿Qué hago yo ahora con vosotros? Sabes que mi obligación es poneros una sanción…
- Pues debe hacer lo que crea conveniente aunque me gustaría aclarar que mi compañero ni fuma ni ha fumado en su vida.
- ¿Sabes que la multa asciende a unos 350 euros por atentar contra la salud pública verdad?
- Sí lo sé.
Todo lo que sucedió a continuación fue un cúmulo de preguntas por parte de uno de los agentes y respuestas por parte del máximo implicado Álvaro que resultó conocer a un amigo del policía en cuestión.
- Bueno, puesto que conoces a Javi he decidido no sancionarte pero… esto, como comprenderás, no puedo dártelo, tengo que quedármelo. Ahora cuando nos subamos al coche y nos vayamos puedes coger lo que has pisado y te lo fumas si quieres. Te recomiendo que la próxima vez te vayas aquí detrás a fumar que es mucho más discreto.
Y así como llegaron se fueron, no con las manos vacías, eso si.
Álvaro no se sintió aliviado a diferencia de lo que pudieran pensar los demás. Tampoco se sintió un delincuente, un gangster ni nada por el estilo. Se sintió un hombre cuya libertad le había sido privada de hacer con su vida lo que quería sin hacer daño a nadie. Se sentía robado, humillado… Si bien es verdad que, delante de la ley, había cometido un delito aunque aquellos dos agentes habían cometido muchos más: Hurto, abuso de poder, corrupción… porque ese género al cual no acompaña una amonestación es evidente que no terminará en decomisos si no en el bolsillo de alguien de los que cobran sus nóminas pagadas por los ciudadanos para que velen por ellos. Indignado no supo que era mejor, si bajarse los pantalones y aceptar el “soborno” o echarle dos huevos y comerse la multa. En todo caso, por suerte o por desgracia ocurrió la primera y su orgullo, a llantos, pedía socorro.
Y la vida transcurrió con normalidad -por descontado- . Un día cualquiera Álvaro iba al trabajo y permanecía en un semáforo parado detrás de un gran autobús. El mismo, provisto de un inmenso tuvo de escape totalmente forrado por una película de carbonilla negra, impregnaba en sus pulmones un denso y oscuro dióxido de carbono, de olor al más puro estilo contaminación, 100% perjudicial.
- ¡¡Qué puto asco!! ¡¡Esto si que es atentar contra la salud pública!! ¡En cualquier momento aparecerán los principiantes de los de Coslada a robar el autobús!.